Desde hace diez años, el Grupo Wu Wei, ha desarrollado la modalidad de clases de Tai Chi Ch’uan para pacientes con patologías vestibulares (vértigo, mareo, inestabilidad, enfermedad de Meniere, otros) en proceso de rehabilitación. Esta tarea se lleva a cabo junto al grupo de médicas dirigidas por la Dra. Carolina Binetti (Jefa del Área de Otoneurología de la Universidad Maimónides y Jefa del Sector Vestibular del Área de Otorrinolaringología del Hospital de Clínicas “José de San Martín”). Este grupo de trabajo, junto al Lic. Daniel Verdecchia (Jefe del Área de Rehabilitación Vestibular y Profesor Asociado de Kinesiología en la Universidad Maimónides), es el encargado de llevar a cabo en la Universidad Maimónides (Hidalgo 775, CABA) las Jornadas de Atención Gratuita para personas con Mareo, Vértigo y Desequilibrio. El día Martes 1 de Noviembre a las 14 hs. habrá una charla informativa a cargo de la Dra. Carolina Binetti y el Lic. Daniel Verdecchia sobre los principales interrogantes respecto a estas patologías. La atención gratuita de pacientes se llevará a cabo los días 2 y 3 de Noviembre de 9 a 13 hs. Para más información sobre estas jornadas comunicarse a la Universidad Maimónides, (011) 4905-1101. Para informarse respecto a las patologías vestibulares y sus tratamientos visitar www.vestibularargentina.com.ar
lunes, 31 de octubre de 2011
martes, 4 de octubre de 2011
FERNANDO PESSOA, EXTREMO ORIENTE PORTUGUÉS
“Hola, cuidador de rebaños.
Ahí junto al camino,
¿qué te dice el viento al pasar?”
“Que es el viento, y que pasa,
y que ya pasó antes,
y que pasará después.
¿Y qué te dice a ti?”
“Mucho más que eso,
me habla de muchas otras cosas.
De recuerdos y de saudades
y de cosas que nunca fueron”.
“Nunca oíste pasar al viento.
El viento habla sólo de viento.
Lo que le oíste es mentira
y la mentira está en ti”.
Fernando Pessoa
Parece que uno pierde un “mundo de experiencias” si se liberase de todas estas percepciones que puede disparar un estímulo. Sin embargo, cabe preguntarse si entregándonos a la marea de pensamientos que un estímulo genera no estamos perdiéndonos la verdadera experiencia del viento que es viento y que pasa aquí y ahora alrededor nuestro. ¿No son los pensamientos especulativos, que se disparan en nuestra conciencia con una fuerza y un caudal inusitados, los que nos distraen de experimentar de forma plena el acontecimiento en el que nos encontramos involucrados?
Ahí junto al camino,
¿qué te dice el viento al pasar?”
“Que es el viento, y que pasa,
y que ya pasó antes,
y que pasará después.
¿Y qué te dice a ti?”
“Mucho más que eso,
me habla de muchas otras cosas.
De recuerdos y de saudades
y de cosas que nunca fueron”.
“Nunca oíste pasar al viento.
El viento habla sólo de viento.
Lo que le oíste es mentira
y la mentira está en ti”.
Fernando Pessoa
Lao Tse dice:“Sin salir de tu propia casa, puedes conocer el mundo. Sin mirar por la ventana, puedes conocer el Tao del Cielo. Cuanto más lejos vayas, menor será tu saber. Por eso el sabio conoce sin viajar, distingue sin mirar, realiza su obra sin actuar”. Y Fernando Pessoa, en su interior, lo escucha. Piensa. Y escribe.
De esta forma, preguntas e inquietudes formuladas en el extremo oriente tienen respuesta en el extremo occidente, en Portugal, el país que se encuentra más cercano al poniente europeo. Y es que pese a las limitaciones físicas, los interrogantes y la savia del desarrollo profundo del ser humano no reconoce límites. En el intermedio de este viaje entre inquietudes y afirmaciones, de contradicciones y sabidurías, de preguntas y respuestas es donde está expuesta de forma visceral lo que nos hermana sin distinción de latitud, la búsqueda.
Este poema de Pessoa (mejor dicho, de Alberto Caiero, una de sus múltiples caras creativas) parece confirmar que a lo largo y ancho de la historia y de la geografía del ser humano los interrogantes sobre los aspectos cognitivos del hombre, y sus respuestas, suelen ser muy parecidos.
Por otro lado, con las palabras del cuidador de rebaños, el poeta acompaña la búsqueda intelectual, práctica y espiritual que tienen algunas corrientes y religiones filosóficas orientales.
Por otro lado, con las palabras del cuidador de rebaños, el poeta acompaña la búsqueda intelectual, práctica y espiritual que tienen algunas corrientes y religiones filosóficas orientales.
La corriente Zen de budismo mahayana, como en la actitud del cuidador de rebaños, recalca la necesidad de la plena percepción de la vivencia en el aquí y ahora. Nuestra mente, errando en los vaivenes de los deseos y de la conciencia especulativa, actúa como el interlocutor del cuidador y se convierte en uno de los grandes disparadores para perder este eje temporal presente.
En un camino similar, el taoísmo busca la manera de retornar de forma armoniosa y fluida al movimiento apacible, armónico y total de la Naturaleza Universal. Invita a reintegrarse con el Tao en una modalidad que está lejos del esbozo crítico, de la razón operativa, de los deseos efervescentes sin cauce, de la especulación intelectual[1]. Así, como el cuidador de rebaños, el taoísmo sugiere que debemos escuchar al viento como viento en sí, liberándonos de las “cosas que nunca fueron” y que la mente tiende a adosar a todos los fenómenos que acontecen en cada instante.
De esta manera, parecería observarse la naturaleza real de los sucesos. Con esa seguridad (teniendo esta percepción directa, certera y total), esbozar pensamientos sobre posibilidades, deseos, opciones, fantasías, proyecciones, o lo que sea, pasaría a ser una experiencia más dentro de las que nos ofrece nuestra existencia; pero no por ésto se transformará en LA experiencia, como único modo de la praxis posible.
De esta manera, parecería observarse la naturaleza real de los sucesos. Con esa seguridad (teniendo esta percepción directa, certera y total), esbozar pensamientos sobre posibilidades, deseos, opciones, fantasías, proyecciones, o lo que sea, pasaría a ser una experiencia más dentro de las que nos ofrece nuestra existencia; pero no por ésto se transformará en LA experiencia, como único modo de la praxis posible.
Parece que uno pierde un “mundo de experiencias” si se liberase de todas estas percepciones que puede disparar un estímulo. Sin embargo, cabe preguntarse si entregándonos a la marea de pensamientos que un estímulo genera no estamos perdiéndonos la verdadera experiencia del viento que es viento y que pasa aquí y ahora alrededor nuestro. ¿No son los pensamientos especulativos, que se disparan en nuestra conciencia con una fuerza y un caudal inusitados, los que nos distraen de experimentar de forma plena el acontecimiento en el que nos encontramos involucrados?
En la tradición taoísta a veces se compara a la naturaleza de la mente con la actitud de un caballo desbocado al que hay que domar: es frenético, impetuoso, violento, altivo, desafiante. En la Medicina Tradicional China, el Corazón es el órgano que gobierna su Chi. Su elemento es el Fuego y una de sus características principales es la de tener movimiento propio y, si no se lo controla, este “movimiento” puede transformarse en un incendio abrasador. Es exactamente lo que sucede con nuestra mente si la dejamos divagar y no se la encauza respaldándola en la experiencia que acontece. Cantidades de veces estamos concentrados en alguna reflexión y al rato nos encontramos pensando en cualquier otra cosa sin poder ni siquiera recordar dónde, cómo o por qué motivo habíamos comenzado con ese pensamiento.
La experiencia en la práctica de disciplinas orientales tradicionales constata la inmensa dificultad que existe en querer lograr controlar/observar la mente, encauzar la conciencia para que el actuar sea natural, desprovisto de toda intención utilitarista (wu wei taoísta) más que la necesaria en ese momento presente. Actuar de forma simple y natural, al principio, no tiene nada de simple y natural: “Para encontrar la no-forma, primero hay que transitar la forma” reza la sabiduría taoísta.
Al final del tránsito de este aprendizaje de observación de la forma (de acuerdo a las sugerencias de varios maestros), al reencontrarnos con la experiencia de la vida de forma directa, sin mediación de las “molestias” de la mente “fogosa” e intranquila, se abren posibilidades de percepción mucho más ricas, prácticas e integradoras. Inmediatamente, sugieren, con la raíz puesta en el momento presente (haciendo lo necesario para reconocer sabiamente qué es lo realmente necesario y qué estorba nuestra praxis de vida) todos los deseos mentales y pasionales que se acumulan como frustraciones (porque la mente puede crearlos más rápido de lo que la realidad puede satisfacerlos) se desvanecen como tales. Transformados en experiencias del momento se los vivencia y percibe en tanto existentes y no como un lastre que haya que mantener unido a nosotros en todo momento.
Se accede de esta manera a una felicidad plena dada por el hecho de estar viviendo en el dinámico, fugaz y permanente aquí y ahora. De la misma forma en la que el cuidador de rebaños lo vivencia: encontrándose con un viento que no es tempestad (y es tempestad). Que no es caricia de una persona amada (y es caricia de una persona amada). Que no es brisa de primavera en otoño (y es brisa de primavera en otoño). Que es viento (y no es viento).
En este aquí y ahora.
Se accede de esta manera a una felicidad plena dada por el hecho de estar viviendo en el dinámico, fugaz y permanente aquí y ahora. De la misma forma en la que el cuidador de rebaños lo vivencia: encontrándose con un viento que no es tempestad (y es tempestad). Que no es caricia de una persona amada (y es caricia de una persona amada). Que no es brisa de primavera en otoño (y es brisa de primavera en otoño). Que es viento (y no es viento).
En este aquí y ahora.
[1] Considerando la especulación como un modo de razonar en el que nos perdemos en las sutilezas de la abstracción intelectual y ya no encontramos más la base de aplicación de esa reflexión.
martes, 13 de septiembre de 2011
NUEVO HORARIO DE CLASES DE TAI CHI CH'UAN
Los invitamos a participar los días Sábados del nuevo horario abierto para clases de Tai Chi Ch'uan de 10:00 hs. a 11.30 hs. en Gualeguay 367, La Boca, Buenos Aires.
Estas clases incluirán un trabajo introductorio de Chi Gong para continuar posteriormente con la práctica regular de Tai Chi Ch'uan. Por cualquier consulta no duden en comunicarse con nosotros a nuestro mail: wuweigrupo@gmail.com.
Muchas Gracias.
miércoles, 31 de agosto de 2011
MARCO TULIO CICERÓN - EL FIN DEL CICLO NATURAL
Marco Tulio Cicerón |
Existen raíces comunes que se gestan en el espíritu de los pueblos a lo largo de los tiempos.
Celebrar la Naturaleza, sus procesos, sus estadíos, sus recurrencias, es uno de ellos.
Desde diversos ángulos, con diferentes excusas, el ser humano ha buscado explicarse lo magnífico del proceso temporal circular que acontece delante de nuestras narices. Tiempo circular que, desde la óptica del estudio del hombre, puede ser pensando en tanto reconozcamos la interdependencia como rasgo característico de la existencia. Siendo así, los procesos no "comienzan" o "terminan", sino que se suceden en fases en las que el lapso de vida de "un" hombre es un elemento más de la transmisión en la unidad que existe en esta red de relaciones interdependientes atemporales.
En este sentido, Marco Tulio Cicerón (106 a.C. - 43 a. C. Escritor, político y orador romano), detalla con aguda simpleza en Catón o Sobre la vejez el por qué la ancianidad, considerada como cierre de la etapa de la vida, debe ser experimentada con el mismo afán de disfrute contemplativo que las edades anteriores. Si la Naturaleza se sucede en procesos generativos y destructivos constantes que hacen a la articulación de un equilibrio (Yin - Yang), si parece que esa cualidad oscilatoria entre Eros y Thanatos es su característica más íntima ¿por qué no convivir con la ancianidad, con la idea de su aproximación, de la misma manera que lo hacemos a lo largo de las otras etapas de nuestra vida?
Cicerón a esta pregunta plantea cuatro obstáculos que parecen ser los responsables de una experiencia frustrante de la senectud: El no poder manejar los negocios y las responsabilidades que antes teníamos a cargo, la pérdida de la fuerza física, la ausencia del goce y los placeres y la cercanía de la muerte.
A lo largo del texto va creando las herramientas propicias para superar estos escollos y poder celebrar una vida plena en cualquiera de sus momentos. Las palabras de Cicerón en Catón o Sobre la vejez, que hoy les acercamos en su texto completo, son otra muestra de la claridad con la que los sabios de distintas épocas y regiones geográficas esclarecen nuestras reflexiones sobre la profundidad, los matices y desarrollos de la existencia humana.
CATÓN O SOBRE LA VEJEZ
Tito, si pudiera ayudarte o lograra aliviar algo esa preocupación que te acongoja y que tienes clavada en tu corazón, ¿qué premio me darías?
Permíteme, Ático, dirigirme a ti con las mismas palabras que se dirigió el mensajero de Carozos a Tito Flaminino, aquel ilustre varón no muy acaudalado pero sí muy leal, aunque estoy completamente seguro de que no lo haré como él.
Tito, ¿qué es lo que te preocupa día y noche? Conozco tu moderación y ecuanimidad de ánimo y sé que te trajiste de Atenas tu apelativo de Ático y además tu humanidad y prudencia. Sin embargo, sospecho que te inquietas por los mismos asuntos que yo me preocupo, cuyo consuelo, no debe ser mayor sino que obliga a ser aplazado para otra ocasión. Por eso me parece ahora el mejor momento para dedicarte algún escrito sobre la vejez.
¡En efecto! Deseo que tú y yo mitiguemos este peso, común: la inminente llegada de la vejez. Con toda seguridad sé que tú, la vives con dignidad, y eres capaz de afrontar todos los problemas que conlleva. Cuando pienso en escribir sobre la vejez, siempre acudes a mi mente como la persona más digna de este don, del que nos podamos servir cada uno de nosotros. La preparación de este tratado ha sido para mí tal motivo de alegría que, no sólo he ahuyentado todas las molestias propias de la edad, sino que he intentado hacerla más suave y llevadera. La filosofía nunca podrá ser suficientemente alabada por quien reafirme que puede afrontar todas las molestias de la vida sin ningún tipo de adversidad.
Sobre estos asuntos hemos hablado mucho y hablaremos mucho más. Te envío, pues, este pequeño tratado sobre la vejez. Pero este discurso se lo atribuiremos no a Titono, como lo hiciera Aristón de Quíos —pues poca autoridad existía en la fábula—, sino al anciano Marco Catón, con lo cual el discurso adquirirá más autoridad.
A su lado hemos situado a Lelio y Escipión, que admiraban que este anciano llevara su vejez de un modo tan digno. Él personalmente les responde. Si se manifiesta más erudito en este discurso que en el resto de sus escritos, atribúyelo a las obras griegas, de las que fue un estudioso incondicional, en su vejez. Pero, ¿qué más hay que añadir? Las mismas palabras de Catón nos aclararán la opinión que tenemos de la vejez.
ESCIPIÓN.— Con frecuencia, junto con Cayo Lelio, aquí presente, suelo admirarme, Marco Catón, de tu excelente y completo dominio de todos los conocimientos, y principalmente por el hecho de que la vejez jamás haya sido onerosa y nefasta para ti, cosa contraria a lo que suelen decir la mayoría de los ancianos que afirman que ellos soportan una carga más pesada que el Etna.
CATÓN.— Es lógico, Escipión y Lelio, que os parezca digno de admiración este asunto. Para quienes creen que no hay posibilidad de alcanzar el bienestar y llevar una vida feliz, sin duda, la vida es dura en todas las etapas de la vida. Pero quienes consiguen todos los bienes en sí mismos, no les puede parecer malo lo que la exigencia de la naturaleza traiga. La vejez está siempre en primer plano. Todos se esfuerzan en alcanzarla y, una vez conseguida, todos la culpan. ¡Tanta es la necedad de la extravagancia! Suelen afirmar que la vejez se les echó encima mucho antes de lo que esperaban. En primer lugar: ¿quién les obligó a pensar de un modo tan absurdo?, ¿por qué la distancia entre la adolescencia y la vejez es más corta que la distancia entre la adolescencia y la infancia? En segundo lugar, ¿acaso sería más suave la vejez si se viviera 800 años en vez 80? Por larga que haya sido la vida, ningún consuelo habría podido suavizar la necia vejez.
Si por este motivo admiráis mi sabiduría, ¡ojalá fuera digno de esa opinión y del sobrenombre de "sabio"! Somos sabios, por tener a la naturaleza como la mejor guía y por obedecerla como a un dios. No es creíble que, una vez descritas a la perfección las restantes etapas de la vida, se olvide el último momento, como se olvida a un poeta sin arte. Siempre ha sido necesario un final, y, como sucede en los brotes de los árboles y en los frutos de la tierra, tras su madurez oportuna, el sabio casi ajado y caduco, debe aceptar con serenidad su propio final. ¿Qué otra cosa es oponerse a las leyes de la naturaleza sino luchar contra los dioses, como si fueran gigantes?
LELIO.— Con todo, Catón, sería muy grato para nosotros, te lo pido también en nombre de Escipión, que nos expusieras con qué reflexiones podemos llevar, de la mejor manera posible, esa edad que se hace tan gravosa, pues, con toda seguridad, es una circunstancia a la que esperamos y queremos llegar.
CATÓN.— Lo haré con sumo gusto, Lelio, si para vosotros, según dices, va a suponer una mejoría para el futuro.
LELIO.— Sinceramente lo deseamos, Catón. Si el trazarnos el camino, que también nosotros hemos de recorrer, no es para ti una molestia, queremos saber cómo es ese punto que tú has alcanzado.
CATÓN.— Lo haré todo lo mejor que pueda, Lelio. Siguiendo el antiguo proverbio "los iguales se reúnen habitualmente con sus iguales" frecuentemente he intervenido en debates sobre este asunto con mis pares. Cayo Salinator, Espurio Albino, casi de mi edad, hombres que habían sido cónsules, solían quejarse de que ya carecían de placeres, sin los cuales —pensaban ellos— la vida no tiene sentido. Además se sentían menospreciados por los que antes acostumbraban a halagarlos. En mi opinión, se quejaban de lo que no había razón para ello y no de lo que realmente debieran quejarse. Si esto sucediera por causa de la senectud, lo mismo me debería pasar a mí y al resto de los ancianos, a muchos de los cuales yo he conocido en su vejez sin ningún tipo de quejas. Muchos ancianos afirman que ellos se han apartado serenamente de los vínculos de los placeres y sin desprecio de los suyos. La causa de todas estas lamentaciones está en el carácter de cada uno, no en la edad. Ciertamente la impertinencia y la falta de humanidad molesta en todas las etapas de la vida. Los ancianos moderados llevan la vejez de una manera aceptable.
LELIO.—Así es, Catón. Sin embargo, alguien, podría decir que para ti, por tus recursos y riquezas y por tu dignidad política, la vejez, ha sido más placentera que para otros. Hecho que no puede ser aplicado a todos.
CATÓN.— En parte es así, querido Lelio, pero no todo consiste en eso. Según se cuenta, un tal Serifio en un debate dijo que Temístocles había conseguido prestigio por su patria, no por sí mismo. Temístocles le respondió: "¡Por Hércules!, aunque yo fuera Serifio y tú Temístocles, tú jamás habrías llegado a ser ilustre!" Ni siquiera el sabio puede afrontar la vejez de manera llevadera en medio de la más profunda indigencia, pero para el necio, aún en la suma abundancia, no deja de ser gravosa.
Las armas defensivas de la vejez, Escipión y Lelio, son las artes y la puesta en práctica de las virtudes cultivadas a lo largo de la vida. Cuando has vivido mucho tiempo, producen frutos maravillosos. La conciencia de haber vivido honradamente y el recuerdo de las muchas acciones buenas realizadas, resulta muy satisfactorio en el último momento de la vida.
Yo, siendo joven, aprecié como a un igual a Quinto Máximo, quien recobró Tarento siendo ya un anciano. En aquel varón existía una gran firmeza y ni siquiera la ancianidad pudo cambiar sus costumbres. Cuando comencé a cultivar su amistad todavía no era viejo, pero sí de avanzada edad. Yo nací al año siguiente de su primer consulado. Siendo yo adolescente y él en su cuarto consulado, marché junto con él como soldado a Cápua, y, cinco años después, a Tarento. Cuatro años más tarde fui cuestor, ejercí como magistrado siendo cónsules Tuditano y Cetego. Él, ya longevo, fue acérrimo defensor de la ley Cincia que no permitía obsequios ni regalos en la defensa de una causa. El llevaba los asuntos bélicos como un joven, aunque en realidad era ya un anciano. Con su paciencia aguantaba al joven y fogoso Aníbal. Acerca de esto manifestó con toda brillantez nuestro querido amigo Ennio: "Fue un hombre que nos puso a salvo en una situación difícil. No anteponía las críticas a la defensa de la república. Por lo tanto, honor y gloria para este varón ahora, en la hora de su muerte y para siempre".
¡Con qué perspicacia y decisión recuperó Tarento! Recuerdo que Salinator, una vez perdida la ciudad, había huido a la fortaleza, y posteriormente se vanagloriaba a voz en grito: "Con mi colaboración, Quinto Fabio, has recobrado Tarento." "Ciertamente —le contestó Fabio riéndose— pues si tú no la hubieses perdido, yo no la hubiese recuperado." Tan ilustre fue en la vida militar como en la vida civil. Durante su segundo consulado, pese al silencio de su colega Espurio Carvilio, se opuso con todas sus fuerzas a Cayo Flaminio, tribuno de la plebe, que quería dividir El Campo del Piceno y La Galia contra la voluntad del senado. Cayo Flaminio auguraba que esas decisiones se realizarían con los mejores auspicios, y se llevarían a cabo en beneficio de la república. Asimismo afirmaba que los asuntos que iban en contra de la república, iban también en contra de los augurios.
Percibí muchas cualidades en aquel varón, pero ninguna tan admirable como el talante con que sobrellevó la muerte de su hijo, que fue un hombre brillante como cónsul. Está en nuestras manos el elogio fúnebre que escribió para la ocasión y, cuando lo leemos, nos podemos preguntar: ¿a qué filósofo no menospreciamos? Fue un gran hombre ante los ojos de los ciudadanos y muy distinguido en la intimidad de su hogar. ¡Qué discurso, qué máximas, qué conocimiento de los antepasados, cuánta sabiduría del derecho! Disponía de una cultura amplísima: todo lo tenía en la memoria. No sólo las guerras civiles, incluso la guerra con otros pueblos. Yo disfrutaba tanto con sus discursos que casi hubiera pronosticado lo que posteriormente sucedió: que una vez fallecido, no encontraría a nadie de quien aprender.
¿A dónde nos conducen estos recuerdos desde Máximo? Sin duda alguna, entenderéis que sería injusto decir que su vejez fue miserable. Pese a ello, sabemos que no todos son Escipiones o Máximos, para que sean recordados por sus asedios a ciudades, por sus batallas terrestres o navales, por las guerras que llevaron a cabo o por sus triunfos, incluso por el modo de llevar una vejez tranquila, sosegada, plácida y soportable, como hemos oído decir de Platón, quien murió a los 81 años, cuando escribía un libro. Isócrates escribió a los 94 años el libro que tituló Panatenaicos y se sabe que vivió un quinquenio más. Su maestro, Leontino Gorgias, cumplió 107 años y nunca cejó en su estudio ni en su trabajo. Cuando le preguntaron por qué quería seguir viviendo, él contestó: "No tengo nada que reprochar a la vejez." ¡Brillante y digna respuesta propia de un hombre docto!
Los insensatos acumulan en la vejez sus vicios y su culpa. Esto ciertamente no lo hacía Ennio, de quien he hecho mención anteriormente, que dijo: "ahora ya descanso debilitado por la vejez como un caballo brioso, vencedor habitual de los juegos Olímpicos, en los últimos momentos de la carrera."
Compara su vejez a la del corcel brioso y victorioso. Podéis recordarlo, pues Tito Flaminio y Manio Acilio fueron nombrados cónsules diecinueve años después de su muerte, y él murió siendo cónsules por segunda vez Cepión y Filipo. Entonces yo tenía 64 años y había defendido con éxito, con toda mi voz y energía la ley Voconia. Ennio, a los 72 años, tantos cuantos vivió, soportaba las máximas cargas de la vida, la pobreza y la vejez, con tal talante que parecía que se recreaba en ellas.
Yo, pensando en mí mismo, encuentro cuatro causas que agravan sobremanera la vejez: Primera, porque aparta de la gestión de todos los negocios. Segunda, porque la salud se debilita. Tercera, porque te priva de casi todos los placeres. Cuarta, porque, al parecer, la muerte ya no está lejos. Reflexionemos, si os parece bien, sobre cada una de estas causas y cuán injusta es cada una.
La vejez aparta de la gestión de todos los negocios. ¿De cuáles? ¿De aquellos que se realizaron con el vigor y las fuerzas de la juventud? ¿Acaso no son también obras seniles las que se realizan con la fortaleza de la mente pero con el cuerpo enfermo? Según eso, ¿no hacían nada Quinto Máximo, ni Lucio Paulo, tu padre y suegro de un óptimo varón, mi hijo? El resto de los ancianos, los Fabricios, los Curios, los Coruncanios, ¿no hacían nada cuando defendían el estado con su autoridad y consejo?
A la ancianidad de Apio el Ciego se le añadía el hecho de que era ciego; y cuando el senado se inclinaba más bien por la paz con Pirro y se proponía pactar, él no dudó en pronunciar aquellas palabras que Ennio grabó con estos versos: "¿Dónde tenéis vuestras mentes, que solían ser sensatas hasta ahora, hacia qué camino de demencia han derivado?" Y añadió otras cosas muy severas. El poema lo conocéis. También está presente el discurso de Apio. Esto sucedía diecisiete años después de su segundo consulado, y entre el primero y segundo transcurrieron 10 años. Y antes de su primer consulado fue censor, de lo que se deduce que en la guerra contra Pirro ya era de edad avanzada. Así lo transmitieron los padres de la patria.
Nada prueban quienes afirman que la vejez no se desenvuelve en los negocios. Es como decir que el timonel no hace nada sujetando el timón, puesto que mientras él permanece sentado en popa, unos se encaraman en los mástiles, otros corren de aquí para allá, otros queman los desechos. Es verdad que no hace el trabajo que hacen los jóvenes, sin embargo el timonel hace cosas mejores y de más responsabilidad. Trabajo que no se realiza con la fuerza, velocidad o con la agilidad de su cuerpo, sino con el conocimiento, la competencia y autoridad. De ningún modo la vejez carece de estas cualidades, por el contrario éstas aumentan con los años, a menos que os parezca que yo haya puesto fin a mi actividad porque no participo en ninguna guerra.
Participé en varios tipos de guerras no sólo como soldado y legado, también como tribuno y cónsul. En estos momentos dispongo en el senado lo que debe ser llevado a cabo. Les anuncio que Cartago hace ya mucho tiempo que está maquinando una guerra cruel y les gritó: "Delenda est Carthago" (Cartago debe ser arrasada), y no desistiré hasta que sea destruida.
¡Ojalá los dioses inmortales reserven para ti, Escipión, la gloria de proseguir la obra de tu abuelo! Hace ya treinta y seis años que murió y sin embargo su recuerdo permanecerá en todos los tiempos venideros. Yo fui designado censor un año antes de su muerte, nueve años después de mi consulado. Él fue nombrado cónsul cuando yo lo era por segunda vez. Por ventura, ¿acaso si él hubiera vivido 100 años se hubiera lamentado su vejez? En verdad es que él no se había ejercitado en las pesas ni en los saltos, ni se había destacado en el uso de las lanzas ni de las espadas, pero sí lo hizo en el consejo, en el razonamiento y en el juicio. Estas cualidades, si no hubieran sido propias de nuestros mayores, los ancianos, no hubieran fijado el Senado como el Sumo Consejo.
Entre los Lacedemonios quienes gestionan las más altas magistraturas son los (guérontes), los ancianos. Si queréis leer o escuchar historias de países extranjeros, encontraréis grandes estados arruinados por sus dirigentes jóvenes. Pero estos mismos estados fueron regenerados y sustentados por dirigentes ancianos.
"¿Por qué perdisteis tan deprisa vuestra gran república?" El poeta Nevio preguntaba esto en un poema: Y en primer lugar se respondía: "Iban llegando nuevos oradores, necios jovenzuelos."
La osadía es propia de la juventud, la prudencia, de la vejez.
Se me argüirá que la memoria se pierde. Creo que así es si no se ejercita o si estuviera enferma. Temístocles se había aprendido de memoria todos los nombres de sus conciudadanos. ¿Pensáis acaso que confundía a Lisímaco con Arístides cuando, de viejo, mantenía la costumbre saludar a todos? Yo no sólo recuerdo a los de mi generación que todavía viven, también recuerdo el nombre de sus padres, e incluso, el de sus abuelos. No temo perder la memoria leyendo sus epitafios, según dicen, bien al contrario, leyéndolos mantengo su memoria. Nunca he oído decir que un anciano se haya olvidado del lugar donde guardó su tesoro. Recuerdan todos los asuntos que les interesan y el día del encuentro con sus acreedores y deudores.
¿Qué diremos del jurisconsulto, de los pontífices o de los augures? ¡Cuántas cosas recordaron los antiguos filósofos! Lo mismo que el afán de conocimiento y de actividad, las facultades permanecen en los ancianos, tanto en su vida social de hombres ilustres y venerables como en su vida familiar y privada. Sófocles escribió una tragedia en su ancianidad. Precisamente por ese interés de estudio parecía que se despreocupaba de su patrimonio familiar, y fue demandado judicialmente por sus hijos. Los jueces decidieron quitarle la gestión del patrimonio familiar como si fuera un loco, igual que acostumbramos a imposibilitar a los cabeza de familia que no gestionan bien sus bienes. Se dice que, para defenderse, el anciano recitó de memoria la obra que en ese momento tenía entre manos, la recientemente escrita, ¡nada menos que "Edipo en Colono"! ¡Y se atrevió a preguntar a los jueces, si eso era propio de un anciano demente! Fue absuelto por los mismos jueces, una vez recitada la tragedia.
¿Acaso la vejez obligó a enmudecer en sus discursos a éste, o a Homero, Hesíodo, Simónides, Estesícoro, o a Isócrates, Gorgias a quienes anteriormente cité; o a los príncipes de los filósofos, Pitágoras, Demócrito, o a Platón, Jenócrates, o, posteriormente, a Zenón Cleanto, o Diógenes Estoico, a quien vosotros mismos conocisteis en Roma? ¿Acaso, no fue en todos ellos tan duradera la ilusión por los estudios como su vida?
Prosigamos pues. Aún prescindiendo de intereses intelectuales, puedo citar el nombre de muchos romanos rústicos, procedentes del campo, vecinos, familiares míos, quienes jamás están ausentes de las faenas propias del agricultor, como la siembra, la siega o la recolección de los frutos. Aunque en ellos es menos digno de admiración, pues en realidad nadie se considera tan viejo que no piense que puede vivir un año más, trabajan sus campos sabiendo que probablemente no van a ver sus frutos: "Planta árboles para que los disfruten las generaciones venideras", afirma nuestro Estacio en su obra "Sinéfebis"
En efecto, un agricultor, aunque sea anciano, jamás duda en responder al que le pregunta para quién siembra: "Para los dioses inmortales, quienes no sólo desean que yo reciba estos bienes de mis mayores, sino que también los trasmita a las generaciones posteriores" Según nos cuenta Cecilio mucho mejor es todavía lo que dijo un anciano al pensar en el futuro: "¡Por Pólux, vejez, si cuando llegaras sólo trajeras un achaque, ya sería suficiente, pero cuando se vive durante mucho tiempo, se ven muchas cosas que uno realmente no quiere ver!"
La adolescencia con frecuencia desea ver muchas cosas y también otras que no. El propio Cecilio, ya anciano, afirma: "pienso, que lo peor en la vejez, es sentir y darse cuenta uno mismo, que eres odioso para los demás."
¡La vejez puede ser más agradable que odiosa! Igual que los ancianos sabios disfrutan con los jóvenes mejor preparados y son venerados y queridos por la juventud, y la vejez se hace más llevadera, igualmente los jóvenes disfrutan de los consejos de los ancianos y se dejan guiar para adquirir experiencias. Yo reconozco que soy más feliz con vosotros, que vosotros conmigo. Sin embargo podéis constatar que la vejez, no sólo no es debilitada y vulnerable, sino que por el contrario, la vejez es laboriosa y lleva siempre algo entre manos con igual inquietud que en las etapas anteriores de su vida. ¿Y qué decir de los ancianos que estudian cosas nuevas de interés para ellos? El ilustre Solón, dice él mismo en sus versos, que cada día que envejece aprende algo. Yo mismo, ya anciano, he estudiado griego y lo domino. Puse tanto empeño en ello que no hacía otra cosa día y noche que estudiar griego. Os cuento esto de mí para que os sirva de ejemplo. Cuando oí contar que Sócrates aprendió a tocar el arpa, ya anciano, quise hacer yo lo mismo y trabajé con ahínco en el aprendizaje de la lengua griega.
En mi juventud deseaba la fuerza del toro y del elefante. Con toda seguridad, ahora, no deseo tener las mismas fuerzas de la juventud. Éste es otro de los tópicos de los achaques de la vejez. Esto es lo que hay: actuar según las fuerzas del momento y servirse de ellas, hagas lo que hagas. ¿Puede haber queja más despreciable que la que formuló Milón el Crotonio? Se dice que siendo ya anciano vio a los atletas que se preparaban para las carreras. Se miró los brazos y con lágrimas en los ojos exclamó: "¡Verdaderamente, éstos ya están muertos!" ¡No son ellos los que están muertos, necio, sino tú, porque tú no te ennobleciste por ti mismo sino por tu espalda y tus brazos! Nada semejante dijeron Sexto Elio, ni anteriormente Tito Coruncanio, ni más recientemente Publio Craso, cuya rectitud y prudencia se manifestaron hasta sus últimos días y promulgaron leyes para los ciudadanos.
Creo que el orador no languidece por la vejez, función que no sólo depende de su ingenio, sino de la potencia de su voz e incluso de su energía. Yo todavía conservo esa sonoridad, ignoro por qué causa se mantiene en la vejez, pero sin duda esa cualidad resplandece en la voz. Vosotros conocéis mi edad. La palabra es el decoro del anciano sereno y sensato, si su discurso resulta elocuente meditado y suave para el que escucha. Si esto no se puede conseguir, al menos es posible dar consejos a un Escipión y a un Lelio. ¿Por qué resulta tan grato a los ancianos rodearse de jóvenes estudiosos?
¿Acaso no se conserva en la vejez la capacidad suficiente para enseñar, formar y preparar a los jóvenes para desempeñar todo tipo de cargos? No sólo Neo y Publio Escipión, sino también tus dos abuelos, Lucio Emilio y Publio Africano, eran considerados afortunados por la amistad que le ofrecían algunos jóvenes nobles. Por esta razón, los maestros de las buenas costumbres, aunque las fuerzas falten y desesperen, no deben creerse desgraciados. Debido a los vicios esta misma falta de fuerzas se produce con más frecuencia en la juventud que en la vejez. La juventud es libidinosa y malcriada y suele llegar a la vejez con el cuerpo ya agotado.
Ciro, ya un anciano y a punto de morir, afirma en la obra de Jenofonte "La Ciropedia", que él jamás había sentido que su vejez le proporcionara más debilidad que su juventud. Siendo yo un niño, recuerdo a Lucio Metelo, que después de su segundo consulado, fue nombrado pontífice máximo y durante 22 años estuvo al frente del sacerdocio. Sus fuerzas le acompañaron con todo su vigor hasta el final de su vida, y no echaba de menos su juventud, aunque es propio de la edad senil. No es necesario que hable de nuevo de mí mismo.
¿No recordáis como Néstor, en la obra de Homero, habla de sus virtudes con frecuencia? Ya se encontraba en la tercera edad y ya no temía nada. Y no daba la sensación de insolente o pedante hablando sobre sí mismo. Dice Homero: "De su lengua fluía el discurso más dulce que la miel"; para lo cual, obviamente, no necesitaba la fuerza corporal. Incluso aquel general griego, Agamenón, nunca deseó tener diez consejeros como Ayax, sino uno solo como Néstor. Si hubiera sido así, se habría conquistado Troya en menos tiempo.
Vuelvo de nuevo sobre mí mismo. Yo vivo bien mis 84 años, e, indudablemente, querría poder vanagloriarme como Ciro. Pero no me encuentro con las mismas fuerzas que cuando era soldado en la guerra Púnica, ni cuando era cuestor en esa misma guerra, o cónsul en España. O cuatro años después, cuando luché como tribuno militar en Las Termópilas, siendo cónsul Manio Glabrión. Pero como vosotros sabéis muy bien, la vejez no me ha agotado profundamente, ni me ha derribado: ni El Senado, ni la tribuna, ni los amigos, ni mis clientes echan de menos mis fuerzas. Yo jamás he estado de acuerdo con aquel alabado y antiguo proverbio que advierte de que "se hace uno viejo prematuramente si se quiere ser viejo día a día". Yo nunca he querido ser anciano ni por un solo instante antes de llegar a serlo. Hasta ahora, aunque estuviera muy ocupado, he recibido siempre a quien quiso consultarme.
También es verdad que tengo menos fuerzas físicas que vosotros dos. Tampoco vosotros tenéis las mismas fuerzas que el centurión Tito Pontus y por eso ¿vale más él que vosotros? Un uso moderado de las fuerzas es bueno y apoyarse en ellas lo que cada uno pueda, también. Se dice que Milón ingresó en el Olimpo porque en la competición corrió en el estadio con una oveja sobre sus hombros. Pero ¿acaso prefieres sus fuerzas corporales al ingenio que la naturaleza dio a Pitágoras? Uno debe servirse de este bien, mientras lo tenga, pero cuando falte, no lo busques. La adolescencia no debe buscar la infancia ni la edad media, la juventud. El curso de la edad está determinado y el camino de la naturaleza es único y sencillo. A cada periodo de la vida se le ha dado su propia inquietud: la inseguridad a la infancia, la impetuosidad a la juventud, la sensatez y la constancia a la edad media, la madurez a la ancianidad. Estas circunstancias se dan con la mayor naturalidad y se deben aceptar en las diferentes etapas de la vida.
Pienso que habrás oído contar, Escipión, lo que hizo Masinisa, invitado de tu abuelo. Con sus noventa años va a pie a todas partes, jamás va a caballo. Y si monta a caballo nunca se apea de él aunque llueva o hiele. Ni siquiera se cubre la cabeza. Disfruta de una salud robusta que le permite cumplir con sus obligaciones de rey. Puede ser que el ejercicio y la templanza le ayuden a conservar parte del vigor de la juventud en su ancianidad. Supongamos que no haya fuerzas suficientes en la ancianidad; pero tampoco se le pide fuerzas a la vejez. Las leyes y las instituciones excusan a nuestra edad de obligaciones que sin fuerzas no se pueden llevar a cabo. Así nos sentimos obligados a realizar lo que podemos y lo que no podemos.
También es verdad que existen muchos ancianos incapacitados a quienes no se les puede exigir ningún trabajo ni obligaciones. Pero esto no sólo es debido a la vejez sino también a la falta de salud. ¡Qué grande fue la incapacidad del hijo de Publio Africano, el que te adoptó, y qué precaria, casi nula, su salud! Hubiera sido otra lumbrera de Roma si no hubiera sido así, pues a la grandeza de espíritu habría añadido una formación rica y profunda. ¿Por qué entonces nos sorprendemos de que los ancianos, de vez en cuando, caigan enfermos, cuando ni siquiera los jóvenes están libres de las enfermedades? Lelio y Escipión, es propio de la vejez resentirse, pero sus achaques se compensan con la diligencia.
Con el mismo ahínco que se lucha contra la enfermedad, se debe luchar contra la vejez. Se ha de cuidar la salud, se debe hacer ejercicio moderadamente, se debe tomar alimentos y beber cuanto se necesite para tomar fuerzas, pero no tanto como para quedar fatigados. Pues una cosa y otra han de ser remedio para el cuerpo, pero mucho más para la mente y el espíritu. Tanto una como el otro, mente y cuerpo, son como una lámpara, que si no se las alimenta gota a gota, se extinguen con la vejez. Los cuerpos pierden agilidad con la fatiga del ejercicio, en cambio el espíritu se hace más sutil con el adiestramiento mental. Cecilio llama "ancianos cómicos necios", a los que son crédulos, olvidadizos, apáticos, porque no son vicios propios de la vejez, sino de una vejez perezosa, indolente y amodorrada. La petulancia, la libido, que son más propias de los jóvenes que de los ancianos, no se dan en todos los jóvenes, sino en los réprobos, esa necedad senil, que suele llamarse chocheo, es propia de los ancianos frívolos, pero no de todos los ancianos.
Apio, anciano y además ciego, con cuatro hijos y cinco hijas, gobernaba tanto su casa como su hacienda. Mantenía su espíritu siempre tenso igual que un arco, y, ni siquiera, ya cansado por la edad, sucumbía. Mantenía su autoridad, el mando sobre los suyos. Le temían sus siervos, le respetaban sus hijos, pero todos le querían. En su casa estaban vigentes las costumbres patrias y la disciplina.
La ancianidad es llevadera si se defiende a sí misma, si conserva su derecho, si no está sometida a nadie, si hasta su último momento el anciano es respetado entre los suyos. Como en el adolescente hay algo de senil, también en el anciano hay algo de adolescente, lo reconozco. Quien siga esta norma podrá ser anciano de cuerpo pero no de espíritu. Tengo ahora entre mis manos el libro "Los Orígenes" donde recopilo todos los recuerdos de la antigüedad. Precisamente ahora acabo de recopilar los discursos más importantes de los asuntos judiciales que yo defendí. Ahora me ocupo del derecho de los augures, pontificio y civil, pero todavía estudio con mucho interés la literatura griega. Y, a la manera de los pitagóricos, recuerdo por la noche todas las acciones realizadas a lo largo del día para ejercitar la memoria. Estos son los ejercicios del ingenio, los ejercicios de la mente. Trabajando con el máximo esfuerzo en estos asuntos, no echo de menos las fuerzas físicas. También estoy siempre a disposición de los amigos, voy con frecuencia al Senado y, de vez en cuando, aporto propuestas muy meditadas y largo tiempo observadas, no con las fuerzas corporales, sino con las del espíritu. Si yo no estuviera en situación de poder realizar estas cosas, desde mi lecho me recrearía pensando en lo que no podría ejecutar. Pero, según la conducta observada a lo largo de mi vida, puedo llevarlas a cabo. Quien vive en medio de estos afanes y trabajos, no sabe en qué momento le puede sorprender la vejez. La vida va transcurriendo sin darse uno cuenta, no se quiebra de repente, la lámpara de la vida se va extinguiendo poco a poco, día y noche.
Entramos en el tercer reproche que se le tacha a la vejez: que dicen que carece de placeres. ¡O preclaro privilegio de la edad, si ésta en verdad nos arrebatara lo que es el principal vicio en la juventud! Escuchad el viejo discurso del Aretino Arquitas, hombre de los más ilustres y preclaros, que me transmitieron de joven estando yo en Tarento con Quinto Máximo. Decía que ninguna peste tan fuerte había sido concedida a los hombres por la naturaleza como el placer corporal, pues los deseos desenfrenados incitan sin control al goce.
De ahí las traiciones a la patria, de ahí las revoluciones políticas, de ahí las entrevistas clandestinas con los enemigos. Decía, en una palabra, que ningún crimen, ninguna acción parece mala con tal de conseguir lo que el placer desea alcanzar. En verdad el abuso, el adulterio y toda clase de crimen no son provocados por ninguna otra incitación que no sea por el placer del cuerpo. Ni la naturaleza, ni ninguna divinidad habrían podido conceder al hombre nada más prestigioso que la mente. Contra este regalo y don divino no existe ningún otro enemigo más que el deleite del cuerpo.
En efecto, donde domine el deseo y la lujuria, no hay lugar para la templanza. De ninguna manera la virtud puede permanecer firme y segura en el reino del deleite corporal. Para que esto pudiera ser comprendido mejor, aconsejaba imaginar a alguien obligado a experimentar el placer corporal todo lo máximo que se pueda conseguir, y pensaba que nadie, en ese estado, puede controlar la mente y pensar algo sensato, pues el goce, a medida que es más intenso y duradero, ofusca más la lucidez mental. Arquitas contaba estas cosas que había oído de sus mayores, siendo cónsules Espurio Póstumo y Tito Veterio que fueron vencidos en la batalla Caudina por el padre de Cayo Poncio Samnita, estando presente Platón el Ateniense, que había venido a Tarento cuando fueron cónsules Lucio Camilo y Apio Claudio, según contaba Nearco Tarentino, nuestro huésped, quien había conservado la amistad del pueblo romano.
¿Por qué cuento esto? Para que comprendáis que si no podemos rechazar la lujuria, ni con la razón, ni con la sabiduría, se ha de estar inmensamente agradecidos a la vejez que se encarga de que no gocemos de lo que no nos conviene. En efecto, el placer impide la reflexión, es enemigo de la razón, de la mente. Ofusca, por así decirlo, los ojos del alma, y no tiene ninguna relación con la virtud. Siete años después de haber sido designado cónsul, en contra de mi voluntad, me sentí obligado a expulsar del senado a Lucio Flaminio, hermano de Tito Flaminio. A pesar de todo consideré que debía dictar una sentencia judicial por libertinaje. Cuando ejercía de cónsul en La Galia, se dejó convencer por los ruegos de una mujer pública para que no matase a uno de los que estaban en la cárcel condenados a muerte y éste se escapó del castigo, siendo censor su hermano Tito, que lo fue anterior a mí. Sinceramente ni a Flaco ni a mí nos pareció que se debía admitir un desliz tan vergonzoso y depravado que uniera la deshonra de la autoridad con la deshonra personal.
Con frecuencia oí contar a los mayores que, en su lejana infancia, escuchaban de los ancianos, que Cayo Fabricio, cuando fue enviado como legado ante el rey Pirro, se había extrañado que Cinea el Tesaliense dijera que en Atenas había un sabio que explicaba que todas nuestras acciones debían ser relacionadas con el placer. Fabricio lo contó. Cuando lo oyeron Mario Curio y Tito Coruncanio, deseaban que los Samnitas y Pirro se convencieran de eso, pues, si se entregaban a la lujuria, podrían ser vencidos con más facilidad. Mario Curio, había convivido durante su cuarto consulado con Publio Decio, quien, cinco años antes de llegar a cónsul, se había consagrado al bien de la república .Fabricio conoció a Decio y también Coruncanio, —no sólo por su vida sino también por la acción de Decio, al que me refiero— quienes consideraban hermoso y digno, sin ningún tipo de dudas, que alguien, por su propia voluntad tras el desprecio y olvido del placer, acceda a tal responsabilidad.
Así pues, ¿por qué son tan numerosas las razones para hablar del placer? Porque en ningún caso es un vituperio para la vejez, por el contrario, es la mayor alabanza. La vejez no busca el placer con excesivo deseo. Se abstiene de los banquetes, de las indigestiones, de las frecuentes orgías, por tanto de la embriaguez, y de los insomnios. Sin embargo si algo debe adjudicarse al placer, ya que difícilmente nos resistimos a sus caricias es el poder disfrutar con sus contertulios porque la vejez se abstiene de los desmesurados banquetes. Pues como decía el divino Platón: "el placer es el incentivo de todos los males, ya que éste arrastra a los hombres como el anzuelo a los peces". Siendo yo niño veía a Cayo Duilio, hijo de Marco que fue el primero en vencer a los cartagineses con su flota ya anciano, que volvía de los convites acompañado con antorchas de cera que iluminaban la calle, con la música y la fanfarria de la flauta. Disfrutaba de ese privilegio particular sin precedente, tanta era la gloria y el honor de los que gozaba.
Pero, ¿por qué tengo que referirme a otros personajes? Ya es hora que vuelva sobre mí mismo. En primer lugar siempre tuve colegas. Siendo yo cuestor instituí cofradías donde fueron abrazados los cultos ideos de La Gran Diosa Madre, Cibeles. Se celebraban banquetes con los socios manera moderada, sin embargo se detectaba un cierto fervor propio de la juventud, que como todas las pasiones, con el paso del tiempo y el día a día, se fue suavizando. En efecto yo no valoraba tanto el placer de los propios convites por el goce del cuerpo, como por el de la conversación con los amigos. Muy acertadamente nuestros antepasados denominaron al hecho de comer juntos los amigos "convivium", ya que realmente llevaría a la unión de las vidas. Designación más acertada que la que le dieron los griegos "simposio", comida en común, de modo que en este tipo de reuniones parecen disfrutar al máximo con eso, cuando el banquete es lo que menos importa.
Sinceramente, yo no sólo disfruto del deleite de la conversación, con los de mi edad, que ya quedan pocos, sino también con los de la vuestra y con vosotros. Tengo que estar agradecido a la vejez que ha acrecentado en mí el interés por la conversación y ha dejado en segundo puesto el beber y el comer. Por lo tanto no comprendo por qué la vejez ha de ser insensible ante esos placeres, si esto también deleita a otros. De ningún modo se debe considerar que he declarado la guerra al placer, el cual, tal vez, sea una característica natural. A mí en verdad me agrada presidir el banquete, costumbre instituida por nuestros mayores. También me agrada el brindis, que, según los antepasados, lo pronuncia el "princeps" con la copa en la mano. Con copas pequeñas y apenas salpicadas de licores, al frescos en verano, al sol frente al fuego en invierno, como en el "simposio" de Jenofonte. Estos placeres suelo disfrutarlos en mis posesiones de Sabina, conversando todo cuanto podemos, hasta altas horas de la noche y los completo cada día en reunión con mis vecinos.
Pero no me diréis que es muy grande en los ancianos esa especie de deseo por los placeres. Al contrario, yo creo que ni siquiera se apetecen. Nada es molesto si no se desea Sófocles respondió correctamente cuando alguien le preguntó si en esa edad gozaba de los placeres de Venus: "¡Los dioses me guarden, ciertamente huí de ellos libremente como de un tirano, posesivo y salvaje!" En efecto puede ser quizás odioso y molesto carecer del placer del amor, sin embargo una vez satisfecho hasta la saciedad, es mejor su carencia que su goce, aunque quien no lo desea no carece de él, por lo tanto es mejor, creo yo, no desearlo.
Según hemos dicho, la juventud goza de los placeres intensamente. Se disfruta primero de las pequeñas cosas, después de los mismos placeres que la vejez, aunque no con la misma intensidad. El que está en la primera fila disfruta más del espectáculo de Ambivio Turpión, pero también disfruta el que lo ve desde la última. Del mismo modo que la juventud disfruta de los placeres más de cerca, también los ancianos disfrutan lo suficiente observándolos desde lejos.
¡Qué gran cosa es que el espíritu se desprenda de la ambición, de las querellas contra las enemistades, de toda concupiscencia y que, como se dice, viva en paz consigo mismo, como en la vida militar! Pero, para la ancianidad nada hay más placentero que la vida intelectual, si se siente una chispa de aliciente por el estudio y las normas. Veíamos a Cayo Galo, el amigo íntimo de tu padre, Escipión, casi hasta el momento de su muerte estudiar cada día desde bien temprano la medición del cielo y de la tierra. Se le echaba encima la noche y le sorprendía escribiendo. ¡Cuánto disfrutaba anunciando los eclipses de sol y de la luna!
¿Qué diré sobre otros trabajos más ligeros pero más ingeniosos? ¡Cuánto gozaba Nervio con su Guerra Púnica! ¡Cuánto disfrutó Plauto con su "Truculentus" y su "Pseudulus!" Incluso conocí al anciano Livio Andrónico, quien seis años antes de que yo naciera, representó su obra siendo entonces cónsules Centón y Tuditano. Después aún siguió viviendo hasta mi adolescencia. ¿Qué diré de Paulo Licinio Craso, jurisconsulto, político y civil, o bien de Paulo Escipión, quien recientemente ha sido designado pontífice máximo? También a todos estos, que he recordado, los hemos visto, ya ancianos, enfrascados en sus estudios. Lo mismo a Máximo Cetego, a quien Ennio denominó, con mucho acierto, "Médula de la diosa de la persuasión". ¡Con cuánto afán lo veíamos, ya anciano, ejercitarse en el arte de la oratoria! ¿Pueden ser comparados los placeres de la bebida, los banquetes, los juegos, el sexo, con aquellos placeres de la mente? Ciertamente estos son afanes de los estudiosos, de los prudentes y bien formados, y crecen en proporción a la edad, de ahí aquella afirmación de Solón que aparece en un versículo de su obra: "Se envejece aprendiendo cada día muchas cosas". Pienso que no puede existir un placer mayor para el alma.
Ahora me voy a referir a los placeres de los trabajos de la tierra, con los que yo disfruto enormemente, placeres que en absoluto les son impedidos a los ancianos. Al contrario, a mí me parece que están muy de acuerdo con la vida del sabio. En efecto su actividad se relaciona con la tierra, que nunca rehúsa lo que se le impone ni tampoco devuelve con reproche lo que recibió. Algunas veces con menor abundancia, pero en la mayoría de las ocasiones, con creces. A mí, aunque no me dedico mucho a ella, me agrada la fertilidad natural de la tierra en sí misma. La tierra acoge la semilla esparcida en el surco mullido de arriba abajo. Primero la acoge en sus entrañas, de ahí el nombre de "occatio"(rastrillaje); después difunde la semilla arropada por la humedad de la tierra, y, su propia calidez, hace brotar la verdura en forma de hierba, que aferrada a las raíces, crece espontáneamente erecta en un tallo nudoso. Aún muy joven, se encierra en su vaina. Cuando sale de ella muestra su fruto en forma de espiga y se defiende de los picotazos de los insectos a través de un reborde de aristas.
¿Qué voy a comentar acerca del cultivo de la vid y de su crecimiento? Disfruto con este placer. Os lo digo para que conozcáis perfectamente el sosiego y las diversiones de mi vejez. En efecto, no paso por alto la fuerza generadora de la tierra, la cual hace que crezcan grandes troncos y ramas a partir de un insignificante grano de trigo, de una pepita de uva o de las diminutas semillas de otras plantas. ¿Acaso este engendro de estaquillas, plantones, semillas, vástagos, no producen placer a quién los observa con admiración? Así la vid, que es descendente por naturaleza, cae hacia la tierra, a no ser que se le ponga una estaca. Esta vid se asegura con sus propios zarcillos como si fuesen manos, para mantenerse levantada, la mayoría de las vides las encuentras así. La habilidad de los agricultores, cortando con la podadora la rama que serpentea errática de mil maneras, guía a la vid para que no se enreden sus sarmientos y no se extienda desordenadamente en todas direcciones.
En efecto entrando la primavera salen entre los nudillos de los sarmientos, que han sido cuidados, brotes semejantes a las yemas, que dan así origen a la uva que aparece, la cual va creciendo por la humedad de la tierra y por el calor del sol. En un primer momento es de sabor agrio, luego, resguardada por los pámpanos, que no sólo le proporcionan una temperatura moderada, sino también la defienden de los excesivos ardores del sol, cuando madura, su sabor se trueca dulce. ¿Tanto por su fruto como por su hermosura, qué nos puede proporcionar más alegría que la vid? A mí, como he dicho anteriormente, me agrada por su propia naturaleza, y por su belleza natural, por la alineación de las filas de estacas, y la operación de rodrigar y sembrar por mugrones las cepas, podar unos sarmientos y acodar otros. ¿Qué diré sobre su riego, sobre los surcos, sobre la bina, gracias a lo cual la tierra se hace mucho más fértil?
¿Qué he decir sobre el abono de la tierra? Lo expuse en aquel libro al que denominé "De agricultura". El sabio Hesíodo no hizo ningún comentario sobre estas labores cuando escribió a cerca del cultivo del campo. Pero Homero, quien vivió muchos siglos antes, según me parece a mí, presenta a Alertes, que palía la añoranza de su hijo, cultivando el campo y abonando los árboles. Las labores rústicas son placenteras por las mieses de la tierra, por los prados, por las viñas y arbustos, y también por los huertos, los árboles frutales, por los pastos para los animales, por la vigilancia y cuidado de las colmenas, por la variedad de todas clases de flores. Igualmente uno disfruta con las siembras y con la labor de injertar, gracias a los cuales el cultivo del campo se hace mucho más agradable.
Podría seguir contando las numerosas satisfacciones que proporcionan las labores del campo pero reconozco que lo expuesto, ya fue extenso. Os pido perdón por ello. Me he dejado arrastrar por el gran placer que supone trabajar el campo. Además la vejez es muy locuaz y no quiero que creáis que reivindico la vejez alejada de todos los vicios. En este tipo de vida consumió sus últimos años M. Curio, después de vencer a los Samnitas, a los Sabinos y a Pirro. Yo, por mi parte, no puedo dejar de admirar la continencia de este hombre, y la disciplina moral de la época, contemplando su villa, que no dista mucho de la mía. Se cuenta que a Curio, mientras descansaba sentado al fuego, los samnitas le ofrecieron una gran cantidad de oro y la rechazó respondiendo que a él no le importaba el oro, sino mandar sobre quienes lo tenían.
¿Acaso un espíritu tan grande podía llevar una vejez disoluta? Pero vuelvo a los agricultores para no volver de nuevo sobre mí mismo. Entonces en los campos había senadores, es decir, ancianos. A Lucio Quintio Cincinato se le anunció que había sido nombrado dictador mientras estaba arando su campo, y Cayo Servilio Alhala, su maestro de caballería, por la orden recibida de él, mató a Espurio Melo, porque había sido sorprendido cuando intentaba apoderarse del reino. Desde las quintas se acercaban al senado Curio y los restantes ancianos, de ahí que, desde entonces, a quienes se dirigían al senado se les denominaran viatores. Por lo tanto, ¿acaso se puede considerar que la vejez de éstos que disfrutaban con el cultivo del campo fue desgraciada? Ciertamente, como ya he comentado, no sé si mi opinión es más feliz que otra, para el hombre es muy saludable la labor del campo, no sólo como un deber sino también por el placer. Y por la propia sociedad, por la abundancia de todos los frutos que afecta a la manera de vivir de los hombres. Incluso por el culto a los dioses, pues algunos prefieren este tipo de vida para que, con verdadero placer, podamos volver al estado de bienestar. Es evidente que siempre la despensa del señor cuidadoso y previsor está llena de vino, aceite, de toda clase de provisiones, y toda su villa es rica: abundan en ella los cerdos, los cabritos, los corderos, las gallinas, la leche, el queso y la miel. Los agricultores denominan al huerto su segunda despensa. Incluso la caza mayor y menor hace que la vejez sea más placentera pues llenan los ratos de ocio.
¿Pues qué más diré del verdor de los prados o los órdenes de árboles, las especies de viñas y los olivos? Para acabar en breve, nada puede haber ni más abundante para gozarlo, ni más hermoso para la vista que un campo bien cultivado. Y no solamente no impide la vejez para gozar de él, sino que llama y convida. ¿Pues en dónde pueden los de esta edad, ni con más conveniencia, o calentarse al sol, o a la lumbre, o también refrescarse más saludablemente a la sombra o con las aguas?
Para los jóvenes, las armas, los caballos, las astas, la clava, la lanza, la natación, las correrías y para nosotros, los ancianos, nos quedan las tabas, los dados, lo que cada uno prefiera, pero sin aquellos placeres también la vejez puede ser feliz.
Las obras de Jenofonte son muy útiles para estos asuntos, os ruego que las leáis atentamente y las pongáis en práctica. ¡Cómo ensalza extensamente en su Economía el cultivo del campo, cuando trata del cuidado del propio patrimonio! De sobra sabéis, que para él nada era tan agradable como el placer del cultivo del campo. Sócrates cuenta que ante el rey de los persas Ciro el Menor, ilustre por su ingenio y por la gloria de su imperio, se presentó Lisandro Lacedemonio, hombre de gran virtud, que le llevaba regalos como aliado. El rey se mostró amable en todo con él y le enseñó un campo diligentemente cultivado. Lisandro se quedó admirado por la altura de los árboles, porque estaban ordenados a tres bolillos, porque el mantillo se encontraba muy bien arado y porque las flores desprendían una mezcla suave y pura de olores. Lisandro comentó que se admiraba de la diligencia con que estaban cultivados los campos, y de la habilidad con que habían sido alineados y planificados. Ciro le respondió: "Así es porque yo lo he calibrado los proyectos; yo he calculado también las filas de los árboles; mío es el diseño y muchos de estos árboles han sido sembrados por mí". Entonces Lisandro, admirando el ornato pérsico que realzaba la figura del rey: la púrpura con una gran cantidad de oro y piedras preciosas, le contestó: "Con razón dicen que Ciro es afortunado porque añade a su fortuna su virtud".
Por eso a los ancianos nos es permitido disfrutar de esta manera. Aunque la edad nos impide gozar de otros placeres gozamos del deseo de poder cultivar el campo hasta los últimos momentos de la vida. Sabemos y aceptamos que Mario Valerio Corbino, que fue cónsul seis veces durante cuarenta y seis años, practicó estos quehaceres y vivió en el campo cultivando sus tierras hasta los cien años. Podemos afirmar que nuestros mayores, pasaron en la política el tiempo que ellos consideraban necesarios para ser denominados "senes", sin embargo su vejez fue más feliz que la media del resto de los ancianos porque tenían más poder y menos preocupaciones.
La corona de la vejez es la autoridad. ¡Cuánta fue la autoridad de Lucio Cecilio Metelo!, ¡Cuánta la de Atilio Calantino, en cuyo honor se escribió aquel famoso elogio: "La mayoría de los ciudadanos están de acuerdo en que éste es un varón único, el más importante del pueblo!" Este poema está grabado en su tumba, y, con pleno derecho, su fama es conocida por todos. Recientemente hemos conocido a otro gran hombre: Publio Crasso, pontífice máximo, a quien después Marco Lépido, le sucedió en ese mismo cargo. ¿Qué he de decir de Paulo, o del Africano, o, como he citado antes, de Máximo, cuya autoridad residía, tanto en sus sentencias, como en sus movimientos de cabeza? La vejez tiene tanta autoridad que satisface mucho más que todos los placeres juntos de la juventud, sobre todo la de quien ha ejercido la magistratura.
No obstante debéis recordar que en toda mi disertación he defendido una buena ancianidad, basada en unos buenos cimientos de la adolescencia. Se deduce pues lo que dije en otro momento con el aplauso de todos: que la ancianidad es desgraciada si se tiene que defender con discursos. Ni los cabellos blancos, ni las arrugas hacen surgir de repente la autoridad. Los frutos de la autoridad los produce la edad vivida honestamente desde el principio.
Cosas comunes como ser respetado, ser querido, que le cedan el paso a uno, ser acompañado al salir de casa y al volver a ella, ser consultado, hechos que nos gusta sean cumplidos con toda diligencia, son frutos honrosos, aunque parezcan insignificantes, no sólo para nosotros sino también para todos los ciudadanos. Cada cual se adapta a las costumbres del mejor modo. Se cuenta que Lisandro el Lacedemonio, a quien mencioné anteriormente, solía decir que Lacedemonia era un lugar muy adecuado para la vejez. En efecto, jamás se ha agasajado tanto, ni se ha honrado a la vejez en ninguna otra parte como allí. Se cuenta que durante los grandes juegos de Atenas, cuando se representaba una obra en el teatro un anciano pasó por delante de los atenienses y ninguno se levantó pasó después por delante de un grupo de lacedemonios, que sólo eran aliados, y al verlo, rápidamente se levantaron todos a la vez cediéndole el sitio.
El teatro puesto en pie, les aplaudió intensamente. Uno de ellos dijo que los atenienses sabían perfectamente lo que había que hacer en semejante ocasión, pero que no querían ponerlo en práctica. En vuestro colegio existen muchos hombres preclaros, sin embargo, según vamos avanzando en edad, nuestro ruego tiene preferencia, y no sólo para los que envejecen con el honor conseguido por sus cargos públicos, sino también para los que tienen poder como los magistrados, augures mayores. Por lo tanto, ¿pueden compararse los placeres del cuerpo con las ventajas que da la autoridad? Pienso que los que gozan de estos placeres espléndidamente no han representado su papel en el teatro de vida como actores inexpertos, ni tampoco se derrumban en el último tramo de la vida.
Sin embargo los ancianos negligentes, según dicen algunos, están angustiados, son iracundos y difíciles, incluso, si hurgamos, algunos son hasta avaros. Estos son vicios del carácter, no de la vejez. Pero la pereza y los vicios que he citado, merecen una excusa, para que parezcan aceptables aunque no legítimos ciertamente. Ellos se consideran postergados, despreciados, burlados y toda ofensa contra un cuerpo frágil es odiosa. Pero todas estas cosas negativas se endulzan con un buen carácter y con el cultivo de la inteligencia. Todo se da, también entre hermanos no sólo en la vida, tal y como se representa en la obra Los hermanos Adelfoi, de Terencio. ¡Cuánta afabilidad en uno, y cuánta dureza en otro! Así son las cosas: lo mismo que no todo vino se avinagra con el tiempo, tampoco toda naturaleza se avinagra con la vejez. Aunque reconozco la acritud de la vejez, ésta, como otras cosas, es inteligible y no es común ni persistente de ningún modo.
No comprendo a los ancianos avaros que quieren todo para sí. ¿Puede haber alguien más absurdo que quien se preocupe de acumular más provisiones cuanto menos tiempo le quede de vida?
Queda la cuarta causa: el hecho de que la cercanía de la muerte parece que atormenta y angustia a nuestra edad. La muerte, lógicamente, no puede estar muy lejos de la vejez. ¡Desgraciado el anciano que no considere que la muerte debe de ser despreciada después de una vida tan larga! Si la mente está ausente, la muerte se ignora totalmente, si la muerte le conduce a una situación terminal debe ser incluso deseada. No puede hablarse de una tercera disyuntiva.
Así pues, ¿qué he de temer si no puedo ser desgraciado después de la muerte, ni tampoco puedo ser feliz? ¿Quién es tan necio, aunque sea un adolescente, que asegure que va a vivir hasta la ancianidad? Entre la juventud hay más muertes que entre la vejez: los jóvenes caen más fácilmente en enfermedades de mayor gravedad y se recuperan en menor número. Pocos son los que llegan a la senectud, si esto no sucediera se viviría con más prudencia, pues el buen juicio, la razón y el consejo están en los ancianos. Si no existiesen los ancianos no existirían las ciudades. Pero vuelvo de nuevo al hecho de la muerte que siempre está amenazante. ¿Por qué la muerte es la desazón perenne de la vejez, cuando bien se sabe que está siempre presente y que también es común a la juventud?
Yo mismo experimenté que la muerte es común a toda edad. Yo, en mi queridísimo hijo y tú, Escipión, en tus hermanos destinados a la más alta dignidad según opinión de todos. Lógicamente el joven espera vivir mucho tiempo, cosa que el anciano ya ha conseguido. El joven espera insensatamente, porque ¿hay algo más necio que tener por seguro lo que es en sí incierto y por falso, lo verdadero? El anciano, al fin y al cabo tiene lo que esperaba, por esto mismo la vejez es mejor que la adolescencia, el joven espera, el anciano ya lo ha conseguido. Aquél quiere vivir durante mucho tiempo, éste ya lo ha vivido.
Aunque, ¡O dioses benévolos!, ¿qué hay en nuestra naturaleza que dure mucho tiempo? Decidme exactamente el tiempo máximo. Consideremos la edad del rey de los Tartesios, Argantonio, que gobernó a los gaditanos durante ochenta años, y que vivió ciento veinte. Sin embargo ese tiempo tampoco me parece a mí algo muy duradero, pues siempre hay un final. Y cuando llega el final, lo pasado se ha borrado, sólo queda lo que has conseguido actuando recta y honestamente. Pasan ciertamente las horas, los días, los meses, los años, el tiempo pasado nunca se recupera, y lo que vaya a suceder no saberse. Por lo tanto el tiempo que se da a cada uno es para vivirlo, por esto mismo se debe estar contento.
Ni siquiera, como gustaría en general, es necesario que el actor actúe en toda la obra hasta el final para ser aplaudido. Lo importante es que en el tiempo que se le asigne actúe con toda perfección. El breve tiempo de la vida es suficientemente largo para vivir bien y honestamente. Si, por ventura, se prolonga durante mucho tiempo, no sería más doloroso que la queja de los agricultores que se lamentan de que, superada la primavera, llega el verano y después al otoño. La primavera simboliza la adolescencia y como ésta muestra los frutos futuros, así el resto de las edades se acomodan a recolección y guarda de los frutos que son propios de las mismas.
El fruto de la senectud, como he dicho anteriormente varias veces, es el recuerdo y acopio de los buenos provechos. Sin embargo todas las cosas originadas por la propia naturaleza, se deben tener por cosas buenas. ¿Qué es más propio, según la naturaleza, que los ancianos mueran? También alcanza lo mismo a los jóvenes que se topan con una naturaleza adversa y repugnante. Me parece que la muerte de un joven es como sofocar la fuerza de una llama con un chorro de agua. La vejez por el contrario, consumido el fuego, se extingue sin violencia, sin que ellos hagan nada. Las manzanas, si están verdes, no se desprenden de la rama a no ser con violencia, por el contrario caen por sí mismas si están maduras y muy sazonadas. Como la violencia quita la vida a los adolescentes, la madurez quita la vida a los ancianos. Una madurez que a mí me resulta agradable, de tal manera que yo llegaré a la muerte tranquilamente como si después de una larga navegación, al llegar al puerto volviera a ver la tierra.
Siempre es inseguro en la senectud el momento final. Pese a ello, la vejez se puede vivir adecuadamente, siempre que se sea capaz de cumplir una responsabilidad e, incluso, despreciar la propia muerte. Por lo cual resulta que la vejez se esfuerza más y tiene mayor ánimo que la juventud. "Hasta la vejez", respondió Solón al tirano Pisístrato cuando éste le preguntó hasta cuándo iba a seguir oponiéndosele tan seguro de sí mismo. El fin óptimo, sin duda, es vivir con una mente íntegra y con los sentidos en plena forma, pero la propia naturaleza destruye lo que ella creó. Con la misma facilidad que quien construye una nave, un edificio, de igual modo la naturaleza destruye al hombre, y separa lo que ella misma unió. Como toda construcción reciente mal vertebrada se desmorona con facilidad, el breve tiempo que resta de vida ni debe ser deseado con avidez, ni ser rechazado sin causa. Pitágoras prohíbe que, sin orden del emperador, es decir, de Dios, se abandone la estación y la cárcel de la vida.
Del mismo modo reza el epitafio del sabio Solón, que quiere que su muerte carezca de dolor para sus amigos y que no la lamenten. Desea, creo yo, ser querido por los suyos, pero no sé si lo expresa mejor que Ennio cuando dice: "No quiero que me adornen con lágrimas, ni que se hagan funerales con llantos"
No creo que la muerte deba ser luctuosa cuando a continuación se espera la inmortalidad. El miedo a la muerte puede existir para alguien en algún momento de su vida, pero por breve tiempo, especialmente para el anciano, puesto que una vez muerto ya no existe esa sensación. No obstante debe ser objeto de reflexión para la adolescencia, de tal manera que no nos olvidemos de la muerte, sin cuya reflexión nadie puede sentirse tranquilo de espíritu. Es indudable que tenemos que morir, pero es incierto hasta el último momento. Por lo tanto, ¿quién puede tener firmeza de espíritu temiendo a la muerte, siempre amenazante?
No creo necesario, después de tan larga perorata, traer a la memoria a Lucio Bruto, quien murió en defensa de la patria, ni a los dos Decios que arriesgaron su vida en una carrera de caballos para mantener la promesa dada al enemigo, ni a los Escipiones, que quisieron hacer frente a los Cartagineses con sus propios cuerpos, ni a tu abuelo Lucio Paulo, que pagó con su muerte la temeridad de su colega en la ignominia de Cannes, ni a Marcos Marcelo, después de cuya muerte, el crudelísimo enemigo permitió que se le privara del honor de un entierro digno. Sin embargo se ha de tener en cuenta a nuestras legiones, que con frecuencia avanzan, con ánimo seguro y alegre, por donde saben que jamás regresarán, como comenté en mis Orígenes. Así pues lo que los adolescentes ignorantes, incluso también los más aldeanos desprecian, ¿es lo que van a tener los doctos ancianos?
En general, según yo opino, la consecución de todos los anhelos produce la satisfacción de la vida. Los caprichos de la infancia son indiscutibles, pero ¿acaso los jóvenes los echan de menos? También cuando llega la juventud tiene sus propios entusiasmos, pero ¿acaso los reclama la edad media y la adulta? Los apegos de la edad madura tampoco se buscan en la vejez. Existen también las últimas inclinaciones propias de la vejez, que van desapareciendo como sucede con los deseos propios de cada edad anterior. Sucede lo mismo con las propias voluntades de la ancianidad. Cuando llega la saciedad de la vida se crea el momento, ya maduro, para la muerte.
Yo mismo no entiendo por qué motivo no me atrevo a exponer mi opinión acerca de la muerte pues, cuanto más cerca estoy de ella, creo que vivo más consciente de su realidad. Yo pienso que vuestros padres, el tuyo Escipión, el tuyo Lelio, preclaros varones y muy amigos míos, viven su vida, una vida digna de ser llamada así. Pues mientras el alma, arrojada del domicilio celestial, y casi hundida en la tierra, lugar opuesto a la divina naturaleza y a la eternidad, está aprisionada en esta estructura del cuerpo, tenemos que realizar trabajos gravosos y obligaciones impuestas por necesidad. Sin embargo creo, que los dioses inmortales han infundido el alma en el cuerpo humano para que haya quienes vigilen la tierra, y contemplando el orden astral, imiten en el modo y constancia de la vida. A mí me impulsa a creerlo, no sólo la razón de este debate sino también la reconocida autoridad y nobleza de los mejores filósofos.
Yo había entendido que Pitágoras y los pitagóricos, a quienes se denominaban filósofos itálicos, casi colonos nuestros, jamás pusieron en duda que tuviéramos un alma emanada de la divina inteligencia universal. Lo demostraban con aquellos argumentos que Sócrates había expuesto sobre la inmortalidad del alma en el último día de su vida. Sócrates, que, según el oráculo de Apolo, es considerado el más sabio de todos los seres humanos. ¿Qué más? Estoy convencido y así pienso: puesto que tanta es la rapidez de pensamiento de las almas, tantos los recuerdos de las cosas pasadas y tanta la prudencia acerca de las cosas venideras, tanta las artes, tanta la profundidad de los conocimientos, tantos los inventos que la naturaleza abarca, que ésta no puede ser mortal. Y, puesto que el espíritu está siempre en movimiento, y no tiene principio porque se mueve a sí mismo, tampoco tendrá fin porque nunca se abandonaría a sí mismo. Y, puesto que la naturaleza del espíritu es simple, no puede tener en sí mismo ninguna mezcla heterogénea y dispar. No puede ser dividido y por lo tanto no puede morir. Los hombres saben muchas cosas antes de nacer, puesto que los niños, no sólo aprenden las artes más difíciles, sino que también asimilan otras, que a primera vista, parece que no entienden, pero que luego son recreadas en la memoria. Estas son, más o menos, las ideas de Platón.
Así habló Ciro el Mayor, cuando se estaba muriendo, en la obra de Jenofonte: "No penséis, mis queridísimos hijos, que yo, cuando os deje, no voy estar en ninguna parte ni voy a ser nada. Mientras estaba con vosotros por las gestiones que llevaba a cabo veíais y comprobabais que mi espíritu vivía, pues bien, debéis seguir creyendo que este mismo espíritu sigue existiendo, aunque no lo veáis."
El honor de los varones ilustres no permanecería en nuestra memoria, después de su muerte, si sus espíritus no se hubieran esforzado por aportar algo a la humanidad. Yo nunca he estado convencido de que sus almas sólo vivían mientras estaban pegadas a sus cuerpos, ni que los abandonaban una vez muertos, ni de que sus espíritus estaban carentes de pensamientos, sino que cuando comienzan a ser puros e íntegros, liberados de su contaminación corporal, entonces llegan a ser sabios. Además, dado que la naturaleza del hombre es destruida por la muerte, es evidente hacia dónde se dirigen los restantes asuntos: hacia el origen de donde han surgido. Sin embargo el alma no se manifiesta nunca, ni cuando está presente pegada al cuerpo ni cuando está ausente.
Ciertamente conocéis que nada hay más semejante a la muerte que el sueño. Los espíritus de los que duermen expresan en grado sumo su divinidad. Por eso se comprende que prevean acontecimientos futuros, y cómo será su futuro una vez que se hayan liberado plenamente de las ataduras del cuerpo. Si las cosas son así, "alabadme como a un dios, pues si el alma ha de morir al mismo tiempo que el cuerpo, también vosotros, que veneráis a los dioses, que vigilan y gobiernan toda esta hermosura, debéis conservar nuestra memoria piadosa e inviolablemente."
Así habló Ciro a punto de morir; nosotros, si os parece bien, consideremos nuestras opiniones.
Nunca me convenció nadie, Escipión de que tu padre Paulo, ni tus abuelos, Paulo y el Africano, ni otros muchos hombres ilustres, a quienes no es necesario citar, que llevaron a cabo tan grandes hazañas habían pasado a la memoria de la posteridad, si ellos no hubieran conocido con anterioridad en su alma que la posteridad les pertenecía. ¿Acaso piensas que yo, como lo hacen otros ancianos, pueda vanagloriarme de mí mismo cuando los días de mi gloria y mi vida están a punto de finalizar, aunque he llevado a cabo tantos esfuerzos diurnos y nocturnos, en tiempo de paz y de guerra? ¿Acaso no es mucho mejor llevar una vida de descanso y tranquilidad sin ninguna inquietud ni trabajo? No obstante desconozco el modo en que el espíritu, una vez muerto, atento siempre, observa la manera que tenga que vivir la posteridad. Si no fuera así, que los espíritus no fueran inmortales, el ánimo de los mejores no se inclinaría hacia la inmortalidad y la gloria.
¿Por qué precisamente los más sabios mueren con un espíritu muy sosegado, y los necios muy desasosegados? ¿Acaso no os parece que este espíritu, que ve más y con más amplitud, se da cuenta que él se acerca a una situación mejor, por el contrario el de mirada más obtusa no lo comprende? En mi tesis expreso claramente que deseo ver a vuestros padres, a quienes veneré y aprecié, y deseo vivamente reunirme con los que conocí, y con los que escuché y leí, y también con los que escribí. Nadie me apartaría fácilmente de ese lugar, donde, sin duda, no me reconocerían, como le sucedió a Pelias. Y si algún dios me concediera volverme de esta edad a la de niño otra vez, y llorar en la cuna, me resistiría mucho, pues no quiero desde el fin de la carrera volverme otra vez al principio.
En fin, ¿qué tiene la vida de cómodo? ¿Por qué más bien nos aporta trabajo? No me parece lícito quejarme de mi vida, como hicieron con frecuencia muchos y algunos de ellos eruditos. No me arrepiento de haber vivido, pues he vivido de tal manera que no considero que mi nacimiento ha ya sido en vano. Me aparto de la vida como de una hospedería, y no como de mi propia casa. Sin embargo supongamos que la vida produzca seguridad, o satisfacción o bien límite natural, la naturaleza nos dio una posada para detenernos pero no para habitada.; ¡O día memorable, cuando yo llegue a aquella reunión de los espíritus, cuando me aleje de esta revuelta y confusión! Me uniré, en efecto, con estos hombres ilustres, de los que ya he hablado, y también me uniré con Catón, el hombre más honorable que ha existido nunca, cuyo cuerpo fue incinerado por mí, en lugar de ser yo incinerado por él, como hubiera sido lo adecuado. Pero su espíritu no sólo no me abandonó, sino que, mirando hacia atrás, se dirigió hacia aquellos lugares a donde yo llegaré también algún día. He considerado que mi espíritu va a soportar con toda fortaleza mi caída, no porque lo sobrelleve con ánimo equilibrado, sino porque yo mismo me consuelo considerando que, entre nosotros la separación y alejamiento, no serán duraderos.
Para mí, Escipión, tú y Lelio, que según me dijiste, solíais hablar sobre de estos asuntos, pienso que la vejez es breve, y no sólo no es molesta, sino que es agradable. Pues si me equivoco en esto, es decir que yo creo que el espíritu del hombre es inmortal, yerro conscientemente, y no quiero arrancar de mí este error en el que me deleito mientras vivo. En todo caso, como piensan algunos filósofos epicúreos, una vez muerto, no he de sentir, no he de temer que los filósofos se rían de mi error. Si realmente no vamos a ser inmortales, es deseable que todo hombre muera en su momento oportuno. La naturaleza tiene, como todas las cosas, un límite de existencia. La vejez es el final de una representación teatral de cuya fatiga debemos huir, sobre todo y especialmente una vez asumido el cansancio. Estos son los comentarios que os tenía que exponer sobre la vejez: Quieran los dioses que lleguéis a ella, y que la podáis experimentar y comprobar por vosotros mismos, teniendo en cuenta lo que os he comentado.
lunes, 1 de agosto de 2011
CHUANG TSE - La parábola del cocinero
El cocinero Ting estaba despiezando un buey para el señor Wen Hui. Cada movimiento de su mano, cada alzamiento de su hombro, cada paso de sus pies, cada flexión de su rodilla, cada sonido de la carne al partirse y cada silbido del cuchillo al descender sobre ella eran totalmente perfectos, como la Danza de la Morera Silvestre o el ritmo del Ching-shou.
- ¡Ah, qué hermoso! -dijo el señor Wen Hui-. ¿Cómo has conseguido una habilidad semejante.
El cocinero Ting dejó a un lado el cuchillo, y dijo:
- Lo que más ama tu criado es el Tao, que es mejor que ningún arte. Cuando empecé a despedazar bueyes, lo que yo veía era simplemente un buey entero. Al cabo de tres años, aprendí a ver al buey como algo que no era una entidad completa. Ahora utilizo la mente y no los ojos. Ignoro mis sentidos y sigo a mi espíritu. Veo las líneas naturales de la carne, y mi cuchillo corta por donde hay junturas, siguiendo las grietas de la carne, utilizando lo que ya se encuentra allí marcado para que mi trabajo pueda resultar más fácil. De este modo evito los grandes tendondes e, incluso, los grandes huesos. Un buen cocinero cambia su cuchillo anualmente, porque sabe rebanar. Un cocinero corriente tiene que cambiarlo cada mes, porque se limita a golpear. Este cuchillo que tengo lo he venido utilizadndo durante diecinueve años, y ya ha cortado miles de bueyes.
Sin embargo, su hoja se encuentra tan afilada como si se acabara de afilar. Entre las junturas de los huesos hay fisuras, y la hoja de un cuchillo apenas tiene grosor. Si empleas lo que no tiene grosor para cortar a través de esas fisuras, al cuchillo le resultará fácil ir rebanando. No obstante, cuando llego a una parte más complicada, y veo que el trabajo va a ser difícil, presto atención y obro con cuidado. Observo atentamente y corto con precaución. Lo hago, pues, muy suavemente llevando el cuchillo por aquellas partes más blandas, de modo que pueda cortarlas sin dificultad, al igual que se desprende una laja de tierra que cae al suelo. Mantengo el cuchillo en mi mando cuidando de mirar lo que hay alrededor y después, con satisfacción, lo limpio y lo dejo a un lado. [1]
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